lunes, 2 de septiembre de 2013


Breve historia de las aureolas decoloradas
Por Gabriel Niezen Matos
Asimov, inicia su libro Qué es la ciencia, así: “Y al principio fue curiosidad (…)”.  La curiosidad llevó al ingeniero agrónomo Carlos Petrovich, hace 50 años, a persistir en una observación: una aureola decolorada en las hojas de los cultivos de algodón y de otras plantas, que le llamó la atención y sospechó que podría tratarse de una deficiencia de algún elemento en la fertilización, pues solamente se usaba nitrógeno y fósforo en el abonamiento  de los suelos.
Visitó, entonces, varias haciendas de los valles de Ica y Chincha, para constatar si ese problema ocurría en más plantaciones. Y así fue, faltaba algún elemento, porque las plantas mostraban anormalidades, por lo general, relacionadas con el crecimiento.
En unas percibió clorosis, color amarillento y quemaduras marginales en las hojas medias y bajas de la planta.  En otras, crecimiento lento o retrasado. Pensó de inmediato en el potasio, un catalizador importante de crecimiento en las plantas. El primer supuesto que formuló fue que las plantas deficientes en potasio tendrían un retraso en el crecimiento.
Persistió en esa línea de observaciones y notó tolerancia disminuida a los cambios de temperatura y estrés hídrico, porque la deficiencia de potasio se traduce en menos agua que circula en la planta. Como resultado, la planta sería más susceptible al estrés hídrico y a cambios de temperatura.
Luego, constató defoliación y persistió en sus hipótesis, pensó que si no se corregía esta anomalía, las plantas deficientes en potasio perderían sus hojas antes de lo debido. Y este proceso constató que se repetía en cada lugar que visitaba y que las hojas mostraban color amarillo marrón y se desprendían una a una de las plantas.
Estaba constatada la primera hipótesis y se sustentaba en otros síntomas de la deficiencia de potasio: baja resistencia a las plagas y sistema radicular débil, maduración desigual de frutas y evidenció algo que había aprendido en la Escuela de Agronomía, que la deficiencia de potasio en las plantas se detecta por su apariencia decaída o marchita y que la falta de potasio favorecía la pérdida de agua en las células.
Abordó entonces una segunda línea de observaciones. Los abonos de esa época estaban elaborados en base a elementos fosforados y nitrogenados. En verdad, fósforo y nitrógeno son también dos elementos esenciales, pero el potasio (K) es un elemento también vital para las plantas y para cualquier ser viviente, porque interviene en procesos de la fotosíntesis, en procesos químicos dentro de las células, y contribuye al mantenimiento del agua en las células.
¿Pero cómo podría conocer sobre la deficiencia de potasio, un ingeniero agrónomo, en 1950, cuando no existían laboratorios ni instrumental apropiado para certificarlo?
El azar lo llevó a conocer al doctor Alberto Van Ordt León, a quien visitaba algunas veces en el antiguo Hospital Obrero (hoy Almenara). Pero en esa visita el doctor Van Ordt le pidió que lo acompañara a su laboratorio, porque debía procesar un análisis de orina de uno de sus pacientes con un fotómetro de llama.
En la conversación, de pronto, el médico sugirió que su paciente presentaba exceso de potasio.  El ingeniero Petrovich le comentó sus observaciones en las tierras iqueñas y le preguntó si era posible analizar con esa máquina la falta de potasio en los suelos.
-          No es lo mismo, pero es posible- le respondió el médico. Sólo se trata de obtener una solución y rastrearla. Pero para el caso que señalas habría que obtener  muestras desde la sierra hasta la costa para delimitar este- oeste, y en los límites norte y sur de Ica. Esa no es tarea fácil. Un cuerpo humano es pequeño, la extensión de ese terreno es enorme.
El doctor Van Ordt le sugirió la posibilidad de constatar la falta de potasio en los terrenos, tomando muestras y procesándolas con una solución semiácida (ácido sulfúrico diluido mezclado con la tierra de cada muestra). Esa solución luego se centrifugaba y se quemaba en el fotómetro y la máquina marcaba la existencia o no de niveles de potasio asimilable.
Ahora faltaba el trabajo de campo. Petrovich organizó un equipo y determinaron la cartografía por hectárea de toda la extensión de las tierras, desde el nacimiento del valle Ica, en Tiraxi, hasta la desembocadura del río Ica en el mar. Se requerían 600 muestras que fueron determinadas en la cartografía por hectáreas.
Las muestras de superficie se obtenían a 30 centímetros de excavación; las del subsuelo, de 30 a 60, según el terreno. El 90 por ciento de las raíces de la planta están en suelo, el resto en el subsuelo.
Durante varios meses trotó a lomo de caballo por todo Ica, desde las estribaciones serranas, hasta la costa y consiguió sus 600 muestras Pero ahora surgía su carencia principal, la del fotómetro de llama. En el laboratorio del hospital Almenara podría procesar una que otra, no las seiscientas. Requería su propio fotómetro.
Conversó con Guillermo Picasso, en ese tiempo Presidente de la Asociación de Agricultores de Ica, para conseguir ese equipo y lo entusiasmó con la promesa de que si este análisis resultaba podría elevarse  la productividad en un gran porcentaje con una pequeña inversión que, en realidad, no era tan pequeña. A costos actuales, alrededor de seis mil dólares. Para un hombre de negocios el asunto era de suma, resta y multiplicación. Entonces, accedió.
El aparato no se conseguía en Lima, había que importarlo de Europa. Encontró una importadora (Kessel) que se encargaría de traerlo, y tardó más de dos meses en llegar. Cuando lo tuvieron, el doctor Van Ordt sugirió algunos nombres de trabajadores del Almenara para que ayudaran en la instalación y los procedimientos.
Ahora  se trataba de determinar, de una manera sencilla, precisa y económica la concentración de elementos alcalinos en soluciones acuosas en el análisis de proceso y de laboratorio.
El resultado fue el esperado, en todo el valle se registraba la falta del potasio asimilable. Era la razón por la cual la productividad esperada no se alcanzaba. Lo que vino después fue una especie de pequeña revolución agrícola en el valle. Se adicionó potasio al abono y desde ese año las cosechas alcanzaron niveles superiores.
Un manto de olvido cubrió luego, por cincuenta años, este descubrimiento. Hasta que en una conversación, el ingeniero Petrovich me contó la historia y me pidió no difundirla. Cosa que incumplo, porque de hechos como este está sembrado el bosque del olvido en nuestro país. Son cincuenta años que merecen celebrarse de otro modo.

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